En aquellos días de la infancia, Londres siempre quedaba eclipsado por una señora con un bolso. Decían que la dama era de hierro. Y parecía posible. Aquella mujer tenía la carne gris y la mirada de plomo. Y por mucho que lleváramos años pintando con la mente el blanco y negro de las pantallas de televisión, ella era inmune al color. Aunque más allá de su contorno macilento, más allá del uniforme negro de los policías que siempre corrían detrás de los manifestantes, se adivinaban los rojos de la ciudad. Las cabinas. Los autobuses de dos plantas que parecían seres quiméricos de un universo superior. «Allí van por el otro carril», decía tu padre. Y confirmabas con asombro que el mundo reservaba muchas sorpresas fuera del hormigón de tu suburbio particular.

En aquellos días de los incipientes colores televisivos, los informativos —que entonces se llamaban telediarios— te brindaban la ilusión de viajar. De acercarte al otro lado del planeta a lomos de un reportero que se aferraba al micrófono como el aventurero a la brújula. Allí estaba la Casa Blanca que nunca era lo suficientemente blanca en la nebulosa del betacam. Y la gomina de Ronald Reagan frente al Capitolio, con las mejillas sonrosadas y la gravedad impostada de falso barítono en su voz. Allí estaba la mancha sobre la frente de Gorbachov. Y la Plaza Roja que más tarde sería noticia porque el rojo de MacDonalds le había quitado el brillo al rojo de la Revolución. Allí estaba esa otra plaza que veíamos una y otra vez en el corazón de la cristiandad: la explanada de San Pedro conmocionada por el disparo de Alí Agca. Aunque las cámaras nos escamotearon la escena del atentado: apenas alcanzamos a ver gentes arremolinadas tras el coche de un Papa que parecía agonizar.

En el mundo siempre pasaba algo. Bueno o malo. Pero algo. Y querías estar ahí. Llorando en Central Park frente a los que amaban a Lennon. Celebrando en Los Ángeles que un hombre llamado Carl Lewis parecía tener el don de volar. Temblando de miedo ante la nube de muerte de Chernóbil. Esperando el destino incierto del último vuelo que acababan de secuestrar. Algún día tú también viajarías en avión. Algún día pasarías al otro lado de la pantalla para ver cómo la historia se elevaba a tu alrededor. O como caía. Como cayó el muro de Berlín.

En aquellos días descubrimos que no sólo queríamos ver el mundo. Lo queríamos comprender. Queríamos preguntar. No nos bastaba la belleza de una postal. Necesitábamos sentir que el globo se movía bajo nuestros pies. Temblar. Y buscando el movimiento, acabamos atrapados en una mole de hormigón: eso que se llamaba Facultad de Ciencias de la Información. Un barco varado que nunca zarpaba. Entonces no sabíamos que aquella era la primera lección. Que nos hacíamos periodistas para ir, pero que muchas veces nos tocaría quedarnos. Convertirnos en eso que con cierta gracia amarga llamamos «quedado especial».

Y nos quedamos. En nuestras mesas. En nuestras redacciones. En nuestros platós. Y aprendimos que el mundo también se podía mirar desde las cámaras de otros. Como cuando éramos pequeños. Para que los nuevos pequeños que estaban al otro lado de la pantalla, tuvieran aquella ilusión lejana de viajar.

Frente a las pantallas multiplicadas hasta el infinito de los controles de televisión, empezamos a sospechar que la realidad era como el fútbol: que se veía mejor con su cadena de cámaras y sus planos ralentizados, que la mirada más enfocada para comprender el mundo era la del gran hermano de la información.

El control de realización de CNN parecía el refugio de un mago de Oz voyeur. Desde aquel útero hermético, oscuro y recóndito, nos dejábamos iluminar por la realidad convertida en un mosaico de pantallas. Con su rompecabezas de señales en directo. Que no siempre cuadraba. Había que hacerlo coincidir. Darle un sentido. Desde Rusia hasta Chile. Desde Haití a Japón. La vida convertida en hercios incandescentes. Al alcance de un botón. Bastaba con pinchar una cámara o pinchar otra para cruzar de la bolsa de Nueva York a un reportero empotrado en el desierto. Era la película de la Historia desplegándose ante nuestros ojos. Ni en los mejores sueños de aquellos días de la Dama de Hierro podíamos haber imaginado algo así. Y sin embargo, ahí estaba: viajábamos de una conmoción a otra, de una revolución a la siguiente, de una guerra a una tregua, pasando de pantalla en pantalla. Sin salir de aquel agujero que llamábamos redacción. Ya que estábamos condenados a ser quedados especiales, al menos miraríamos el mundo desde nuestras falsas ventanitas tecnológicas. Y saldríamos ganando con el truco: porque lo veíamos todo a la vez.

Había algo mágico. Como de viaje verdadero. Un encantamiento por el que sentías que estabas allí. En medio de la vorágine. Invisible. Invulnerable. Testigo perfecto de lo que pudiera pasar. Y dejabas que tus palabras acompañaran las imágenes que llegaban como rebotadas. Agazapado en la mesa de informativos, con los ojos muy abiertos, contabas el girar del mundo y las vueltas que daban sus hombres. Sus miserias y sus glorias. Y en ese momento de extraña comunión nadie podía deshacer el sortilegio hipnótico: tu cuerpo se creía dentro plano como lo estaba tu mente. Quizá no era más que la sofisticación del embrujo de la infancia, cuando los planos turbios de la Telefunken te sacaban de tu suburbio de hormigón.

Nuestras cámaras no conocían las fronteras. No había lugar donde no consiguieran llegar. Las habíamos llevado hasta los campos bombardeados de Kosovo. Hasta el centro de horror. Hasta una Chechenia que se desangraba en cada plano. Y como si nada tuviera lógica las habíamos hecho saltar del rojo de la sangre en los uniformes a los uniformes del glamour sobre el rojo de las alfombras de Hollywood. Nos colábamos en el Consejo de Seguridad de la ONU o en la rueda de prensa del enésimo futbolista interestelar. Y lo servíamos todo en un cóctel de imágenes en directo que daba la medida de la borrachera interminable de eso que llamamos actualidad.

Por viajar, viajábamos hasta el espacio exterior. Nos fascinaba dejar pasar las horas muertas al ritmo kubrickiano de astronautas que caminaban ralentizados por el cielo oscuro. La NASA nos regalaba escenas imposibles, en directo desde las estrellas, y éramos testigos de cómo un señor —en preceptivo traje blanco— cambiaba tres tuercas en la Estación Espacial Internacional. Allá arriba. Con una bolita azul de fondo en la que la vida seguía para ti y para mí. Sólo que tú y yo jamás le habríamos visto si no fuera por la cámara. Y ahora, que se había colado en nuestro salón, no podíamos dejar de mirar su danza suave de vals amortiguado. Quizá algún día también iríamos nosotros. Al fin y al cabo, la cámara siempre era pionera. Después íbamos los demás.

Pasara lo que pasara, nuestros ojos sin pestañeo estaban allí. Estarían hasta en la explosión del fin del mundo. Ahora sabíamos que los objetivos nunca se cegaban aunque nuestras gargantas se quedaran sin más sonido que el del grito final. Lo aprendimos con una ráfaga de fuego —incomprensible y definitiva— que atravesó el cielo de Manhattan. Un avión se había estrellado contra la primera torre. Y el humo y las sirenas y la incertidumbre se multiplicaban en las pantallas de nuestro control de realización.

Aún no entendíamos qué pasaba. Pero pinchamos la señal en directo. Lo teníamos que contar. También era necesario viajar allí: al centro del Apocalipsis. El ocaso de la humanidad será televisado, habían dicho las casandras. Y el ocaso era aquello. El asombro se transformó en terror cuando llegó el segundo avión y se llevó por delante la inocencia de todo un país. Y la torre sur se descompuso en millones de píxeles sin sentido en un plano escupido simultáneamente por todas las pantallas de televisión. Allí estábamos nosotros, aferrados a la mesa del plató, viendo cómo agonizaba la ciudad que amábamos. Muriéndonos de pena y de rabia y de miedo en cada plano. Sin saber cuál sería el siguiente golpe. Sin poder soportar que las cámaras se fueran a negro cegadas por las cenizas y el horror.

Allí nunca habríamos querido viajar.

Pero ése viaje había que hacerlo también. Como todos los viajes dolorosos. Como el viaje a la desolación que vino después, a la herida que quedó en el lugar donde un día estuvieron las torres. Mirábamos al cielo buscando su certeza de tótem, ésa que se había desplomado un día cálido de septiembre arrasándonos la ingenuidad. Cada año regresábamos a recordar los nombres de los muertos. De los que desaparecieron. De los que se convirtieron en pequeñas manchas desahuciadas cayendo contra el abismo de la desesperación. Y allí nuestras cámaras lloraron sin lágrimas. Y lloramos nosotros. Y nuestra voz se quebró.

Para esto también estábamos aquí. Para contar lo que no podíamos entender. Para viajar a la sinrazón y hacer el tortuoso recorrido de las interrogaciones que nadie quiere responder. Para mirar el mosaico de pantallas e intentar recomponer el puzle de la realidad. Plano tras plano. Cicatriz tras cicatriz. Del blanco y negro al color. Y del color al negro último en el que se funden los planos y las vidas.

Porque en los platós —como en las teles de la infancia— aprendimos que el negro marca el final. El negro de los focos cuando se apagan. El de las cámaras cuando dejan de mirar. El mismo negro del vacío que duerme en las maletas cuando deshacemos el equipaje al volver. El de las pantallas inertes de televisión.


FOTO DE CABECERA FLASH.PRO