Puede verlo porque puede imaginarlo. Se imagina que lo ve: acostado en su cama de motel, despierto y sin poder dormir por culpa de la voz ronca del aire acondicionado y, ah, tan cansado de seguir a VN y a VN2.

Aquí viene otra vez, como una película revelada por la cámara oscura de su mente, proyectándose en las sombras, atravesando esas cosas transparentes que son el tiempo y el espacio. Y sus ojos abiertos y como sin párpados, las persianas bajas, afuera ladra un perro; en la habitación de al lado, paredes de papel empapeladas con un motivo de arlequines, las carcajadas luminosas de él y la risa delicada de ella que, por momentos, siente y oye como si esos dos se riesen de él, malditos sean.

Por eso, entonces, la necesidad suya de no oírlos y de negar al presente y dar marcha atrás. El pasado que no pasa: la historia de sus antepasados llegando y fundando a la América Rusa (Русская Америка, trad. Russkaya Amerika) en nombre y por  voluntad de Pedro El Grande (Пётр Вели́кий, trad. Pyotr Velikiy), asentándose allí desde principios del siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, antes de Alaska y de Hawaii y de California, adquiridas en 1867 por el gobierno norteamericano pagando a los colonos siete millones de dólares de entonces y más o menos ciento veintidós de ahora. Todos ellos, hombres corpulentos cubiertos de pieles animales XL, siguiendo la estela pionera de Semyon Dezhnev y su tripulación a la deriva y, más tarde, el curso de las velas crocantes de escarcha del Sv Petry del Sv Pavel, proas al Este para ellos que pronto será el Lejanísimo Oeste para tantos otros. El vapor helado de esos hombres en llamas brotando de los pequeños volcanes de sus bocas barbadas y ortodoxas, letras cirílicas enganchándose como anzuelos en sus gargantas, arpones y focas y ballenas y osos de un blanco polar.

Ivan Nijinski —rebautizado y traducido como Johnny Dancer por sus compañeros del Bureau— cuenta y se cuenta todas esas cosas níveas y heladas mientras otros cuentan la blancura cálida de ovejas para guarecerse de los vientos del insomnio. No le sirve de nada, por supuesto; pero aún así le gusta imaginarlos. Apoyarse en su heroísmo antiguo para convencerse de que su presente misión —aunque menos épica— comparte algo de la grandeza del tránsito de sus antepasados.

Ivan Nijinski (a.k.a. Johnny Dancer, agente 0471 del Federal Bureau of Investigation, FBI) siguiendo y vigilando al escritor y profesor Vladimir Vladimirovich Nabokov (Влади́мир Влади́мирович Набо́ков, C-File 6556567, errata del agente John F. Noonan a enmendar en el expediente: Vladimar en lugar de Vladimir) y a su esposa Véra Yevseyevna Nabokov (Ве́ра Евсе́евна Набо́кова, C-File 6556566).

¿Por qué él? Porque es descendiente de rusos y porque habla ruso y —sobre todo— por su perfecto aspecto estudiantil. Johnny Dancer no desentona entre los otros inscriptos en los seminarios de literatura del ruso (Lit 311) en la Cornell University, Ivy League, East Hill, Ithaca, New York (clima como el de los veranos de Yalta y el de los inviernos de Siberia).

Además, a Johnny Dancer le gustaba leer y ahora, desde que asiste a las clases del ruso, le gusta cada vez más; aunque no tanto como a ese roomate suyo tan nerd (Thomas Ruggles Pynchon) y a sus amigos a quienes sí debería abrírseles legajo de inmediato (David W. Shetzline y Richard George Fariña; chequear conexión cubana de este último).

El anterior agente enviado a esta universidad por el FBI, en cambio, tenía el inequívoco aspecto de burócrata no tan secreto o de secreto a voces; no tenía la menor idea de quién era el Conde Vronski o el doctor Henry Jekyll; y fue inmediatamente desenmascarado por Vladimir Nabokov (VN a partir de ahora) e invitado a tomar el té por Véra Nabokov (VN2 a partir de ahora); ambos llegando a preguntarle (¿en broma? ¿en serio?) qué posibilidades tenía su hijo Dmitri (Дмитрий Владимирович Набоков, sin expediente aún, joven de aire constantemente aburrido) de ingresar al Bureau para desde allí combatir a esos «tan mal escritos soviéticos y, de paso, a esos tan malos escritores soviéticos».

Johnny Dancer, en cambio, no ha tenido ningún contacto directo con VN o VN2; pero hay ocasiones en que siente que ellos saben todo acerca de él y que, como ahora, en la habitación de al lado, se están divirtiendo a su costa (días atrás, la pareja conversaba animadamente en una mesa de café de carretera y en voz muy alta y, está seguro de que no se trata de su imaginación, mirándolo de reojo y sonriendo traviesos y comentando las ganas que tenían de viajar alguna vez a Machu-Picchu para que así, tiembla pensando que eso es lo que traman, él se vea obligado a seguirlos a lomo de llamas). Más allá de todo esto, hay algo que le intriga o, más bien, le fascina de estos dos: VN y VN2 que parecen ser una sola entidad repartiéndose en dos personas (¿será eso el amor verdadero, se pregunta Johnny Dancer, o una forma de psicosis sentimental?, sus padres nunca se sintieron así entre ellos), tan felices de estar tan juntos todo el tiempo. Y él, Johnny Dancer, bailoteando tras ellos, como uno de esos peces alimentándose de lo que arrojan desde navíos perfectos e inhundibles. VN y VN2 obligándolo a seguirlos por autopistas y caminos secundarios de California y Oregon y Montana y Wyoming y Utah y Colorado y Nevada y Arizona y New Mexico. VN2 al volante de automóviles varios (la única vez que VN, siguiendo las instrucciones de VN2, intenta conducir ese Buick o ese Chevrolet Impala o ese Plymouth en el amplio parking de un centro comercial, el ruso apunta y dispara e impacta en el único otro automóvil estacionado allí) por desfiladeros y mesetas del Grand Canyon, del Oak Creek Canyon, de Palo Alto, de Estes Park, de Ardis Heights, de Longs Peak, de Rollinsville, de Telluride, del Glacier National Park, de West Yellowstone, de Taos, de Ashland, de Alta, de Lone Peak, de New Zembla, de Mt. Carmel, de Afton, de Dubois, de Jackson, de Riverside.

Y Johnny Dancer ya no puede dejar de seguirlos (VN llegó a calcular que, entre 1949 y 1959 él y VN2 recorrieron unas 150,000 millas norteamericanas tras el vuelo de las mariposas) aunque sus superiores le informen de que el expediente ha sido cerrado, que ya es suficiente, que debe volver a casa, al cuartel general, para ser asignado a otra misión. Y Johnny Dancer tiembla pensando que lo siguiente será buscar pruebas para hundir a uno de esos malos actores de Hollywood que alguna vez se acostaron con una idealista más pelirroja que roja.

Así que Johnny Dancer no vuelve. Johnny Dancer recibe su diploma universitario (se ha convertido en un experto en el insecto de Kafka y su tesis de posgrado es publicada y elogiada) y parte tras VN y a VN2 hacia el viejo mundo.

Viaje de vuelta: Johnny Dancer es ahora un peregrino en reversa, un aventurero que rompe todo vínculo con su familia y su país. Un extranjero. Un émigré.

Su manejo del inglés y del ruso, su aire de eficiencia terminal, su perfil que combina rasgos de galán de telenovela con los de hijo perfecto con los de soldado implacable, le consiguen un trabajo en la recepción del hotel Montreaux Palace donde se instala la pareja y desde allí los observa. Los sigue siguiendo. Los atiende. No se atreve a decir que así es feliz pero sí que es un privilegiado porque, de algún modo, es parte de su obra y una mañana cree detectarse y leerse, entre velos, en una línea de Ada o el ardor.

VN continúa cazando mariposas (Johnny Dancer nunca se perdonará no haberlo seguido hasta Davos, donde VN cae por una pendiente y nadie lo rescata hasta dos horas más tarde; le hubiese gustado ayudarlo y que él le agradeciese con un «Gracias, Ivan» que volvería evidente la trama de que el escritor siempre lo supo todo sobre él y que lo cazó hace años con su red). VN no deja de sonreír cuando lee de sí mismo que, como escritor, «ocupa una extraña posición en los Alpes de la literatura contemporánea, admirado y olvidado al mismo tiempo» porque, después de todo, es el limbo al que se van a vivir los verdaderos clásicos. También le causa cierta gracia la furia que despierta en las escritoras feministas. En vida y cerca de su muerte, Nabokov es un como un escritor del siglo XIX y del siglo XXI. Su presente no puede o no sabe contenerlo. Aún así, Nabokov está sujeto a ciertas leyes que trascienden a la literatura aunque la imiten con modales más torpes y peor letra.

Pronto llega la estación de las fiebres misteriosas e incomprensibles, las entradas y salidas del hospital sin un diagnóstico preciso, la ventana abierta por torpeza de una enfermera y los estornudos finales, las primeras partidas perdidas al Scrabble por un cada vez menos concentrado VN y los últimos detalles de un crepúsculo. Y Johnny Dancer está siempre allí. Un disfraz de enfermero le permite entrar y salir del Nestlé Hospital de Lausanne. Una tarde entra en su habitación, lo observa dormir, lee lo que ha escrito en su diario que ha caído al suelo: «Fiebre ligera. 37,7 grados. ¿Será posible que todo vuelva a comenzar?».

En cualquier caso, todo o algo termina y Johnny Dancer contempla —desde la respetuosa distancia de la puerta de la habitación— a esposa y a hijo junto a la cama en la que yace un cadáver recién hecho. Es el 2 de julio de 1977 y Johnny Dancer escucha a VN2 decirle a Dmitri: «Alquilemos un avión y estrellémonos».

«Me ofrezco como piloto», piensa Johnny Dancer.

Se imagina que lo ve.

Puede verlo porque puede imaginarlo.

Se hace fácilmente.


 

Nota para obsesivos: mucha de la data temporal geográfica de este texto ha sido conveniente y nabokovianamente manipulada siguiendo el inmejorable ejemplo de Habla, memoria y de ¡Mira los arlequines! Lo que no quita que sea todo más o menos cierto. Aquellos que se hayan quedado con ganas de más viajes de Nabokov por las carreteras norteamericanas y sus moteles, de más mariposas, y de más archivos clasificados del FBI en lo que hace al escritor ruso, harán bien en darse una vuelta o hacer un alto en Nabokov in America: On the Road to Lolita de Ropert Roper (Bloomsbury, 2015), Nabokov’s Butterflies: Unpublished and Uncollected Writings, Brian Boyd, Ed. (Beacon Press, 2000);Nabokov’s Blues: The Scientific Odyssey of a Literary Genious de Kurt Johnson y Steve Coates (MacGraw-Hill, 2001); y The Secret History of Vladimir Nabokov, de Andrea Pitzer (Pegasus, 2013). De todas estas no-ficciones se nutre la ficción de más arriba. Y, por las dudas, nunca está de más: Johnny Dancer —hasta donde yo sé— jamás existió pero ahora existe. Y otra cosa: la revolucionaria y poco atendida en su momento teoría de Nabokov en cuanto a las mariposas blues fue probada cierta en 2011 mediante análisis secuenciales de ADN con equipamiento de última generación.