Es común referirse a «las dos Españas» para resumir a la brava por qué, durante décadas, sólo dos partidos se han alternado en el poder concentrándose más que nada en anularse mutuamente, impidiendo consensos prósperos para el colectivo llamado España. Rojo y azul, izquierda y derecha, modernos y carcas son ensobrados en una expresión que, repetida a machamartillo sobre todo después de la Guerra Civil, se ha impuesto como el gran sobreentendido nacional. Decir «eso es por culpa de las dos Españas» ha funcionado durante mucho tiempo como coletilla que abocaba cualquier disputa al ámbito de lo irresoluble, sin especificar muy bien las esencias de ambos contendientes ni tener en cuenta cómo habría modificado a esas Españas el siglo XXI, por decir algo.

Así las cosas, el libro de Sergio del Molino era importante desde su misma publicación, porque como mínimo advertía sobre el esfuerzo de no solo actualizar sino también aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de al menos una de esas Españas. Tras leerlo, cualquiera entenderá que, además de importante, La España vacía (Turner) es un libro necesario con garantía de perdurabilidad.

 

¡Ay, España, por dónde agarrarte! Cómo explicar tu corazón, revestido de meseta y cordilleras, de playas, bosques, marjales… Quizá por eso Del Molino decidió apuntar simplemente al espacio. En concreto, al vacío. De ahí un título tan gráfico como revelador, porque el objetivo de esta suma de ensayos es ese 53% del territorio español en el que habita un 15,8% de la población. Una especie de país dentro de otro, y «un país sin mar», como señala el autor, recordando la superurbanización de la costa que concentra a las muchedumbres de España.

Kilométricas desolaciones y densidades de población que pulverizan los estándares europeos —somos el país porcentualmente menos poblado del continente— favorecen que «aún más de la mitad de su territorio sea rural, según los criterios de la OCDE». Esta realidad guarda pros y contras pero la cuestión es, ¿por qué? ¿Por qué se sigue aislando al «campo» de los núcleos urbanos? ¿A quién conviene? ¿Qué consecuencias tiene semejante distribución?

Para ofrecer una idea, Del Molino ha escrito nueve textos autónomos que al ensamblarse se amplían mutuamente hasta perfilar un paisaje. Son ensayos en los que la reflexión se funde con la crítica literaria, el apunte viajero, el escrutinio periodístico o la labor de documentalista, que alcanza una cumbre en esa Historia del tenedor donde uno tiene la sensación de que los números, la estadística, le están explicando de verdad —por una vez los números destilando verdad de la buena—, el país.

Por contextualizar: al principio de este libro se muestra cómo la España que conquistaba América prefirió centrarse en un puñado de ciudades principales mientras Von Humboldt exploraba el interior de Venezuela y otros exploradores, alemanes o ingleses, afilaban el machete para hallar novedades selva adentro. Es decir, se subraya que la relación de los españoles con cualquier periferia nunca fue estrecha, y el autor asienta esta impresión volviendo a la península para hablar de una «crueldad y desprecio hacia lo no urbano» demostrable, por ejemplo, en los destierros: cuando los señores querían desembarazarse de alguien sin sangre, lo enviaban al yermo castellano mientras el resto de potencias desterraban a su gente a las colonias.

Del Molino asegura que un efecto de este vigente rechazo es el autoodio —de los españoles hacia los españoles y su propia tierra— a la vez que se presenta como sujeto adecuado para emitir esta clase de veredictos después de haber vivido en Madrid, Soria, un pueblo valenciano y, ahora, en Zaragoza, donde lleva años trabajando para el Heraldo de Aragón y recorriendo los páramos regionales, desde Los Monegros a Fago.

Aunque habite un centro urbano, Del Molino reconoce en su espíritu una parte de ese «vacío», como mínimo lo ha respirado a fondo y ha pensado en él, lo ha explorado, analizado y comprendido hasta el punto de atreverse a acusar a Franco de haber maltratado fatalmente al campo mientras se hartaba de pregonar lo contrario; o de desmentir a Félix Rodríguez de la Fuente, quien avalaba la leyenda sobre una Iberia que antaño se pudo atravesar de rama en rama.

 

Esa ley concede una sobrerepresentación electoral a las mismas áreas geográficas que históricamente padecieron el olvido histórico de los centros de poder, y ahora esa gente «olvidada» se está cobrando el peaje a fuerza de ¿democracia? Y es que, si bien los habitantes del vacío continúan bastante arrinconados, resulta que les han concedido la posibilidad de mandar. Desde el ostracismo, pero mandar. Un voto en según qué pueblos vale lo mismo que cinco en una gran ciudad. España y sus atributos. Mandar, al fin. Mandar después de siglos acatando injusticias. Y, ¿reparar una injusticia con otras no ha formado siempre parte del juego? Pues venga: «los olvidados» se han puesto a exprimir la ley de UCD barriendo para sus casas, absortos en un beneficio inmediato que rezuma un no sé qué vengativo, y al amparo de unos gobernantes a los que interesa el intercambio.

Esta ley injusta eterniza, en fin, la competencia entre el campo y la ciudad, dando lugar a la corrupción y el nepotismo desbocados que bloquean el progreso del país. ¿Irresoluble? El autor recurre al señor Cayo inventado por Miguel Delibes, cuya respuesta fue: sí.

 

«Escribo desde la ignorancia feliz del diletante», se protege Del Molino, procurando que historiadores, sociólogos y demás especialistas no le echen los perros por su relativa precisión, sus digresiones, al tiempo que se libera para perfilar España como le da la gana, que es el gran privilegio del escritor. Y desde esa libertad, también benéfica para su estilo, observa que, si bien el campo español ha superado ya el estigma de «peligroso», le sigue faltando un relato en el que reconocerse que no incumba a la España negra, que se aleje de los crímenes de Puerto Hurraco o de Las Hurdes que una vez fueron «la medida de todas las miserias» (y que él visitó para incluirlas en este volumen).

Los clichés suelen alimentarse de imágenes y por eso, añade Del Molino, también sería conveniente que políticos como Rodríguez Ibarra dejaran de amamantar estereotipos populistas —ese chico de pueblo que tras triunfar en la metrópoli vuelve a sus orígenes y empieza a repartir moderna felicidad— para ganarse al vecindario y así tejer una sólida red clientelar que sólo sirve a sus intereses, perpetuando los problemas fundamentales y la beligerante mirada sobre la ciudad.

 

Del Molino apuesta, en fin, por que los españoles se renueven y cuestionen de una vez varias convicciones añejas que les anclan a un carácter que podría ser de otra manera. Y, como el madrileño apunta al corazón, ilustra su propuesta acudiendo a El Quijote, la sacrosanta piedra de toque que influye en cualquier mirada que se vierte sobre España: «Dante eligió la alegoría; Shakespeare, el mito y la tragedia, y Molière, el más parecido a Cervantes, fue un censor de lo que un marxista llamaría la clase dominante. El Quijote, en cambio, es un friso de lumpen y marginalidad». Es decir, la mirada sobre España que cultiva la propia España más allá de las oficinas de turismo, la mirada íntima, es despectiva y sin piedad. «España ha sido retratada constantemente como una «moza de servicio ordinaria, fea y hombruna», y quienes han querido verla con ojos de Quijote o, simplemente, con una mirada más comprensiva y cercana a la empatía, han sido juzgados como simples, cursis o, ya en siglos cercanos, fascistas».

Así de valiente es Del Molino, que desde una equidistancia y una ilustración ejemplares, con una voz sobriamente firme y un repertorio de símiles que incluyen tanto a Buñuel como a los CSI Mulder y Scully o a David Lynch, interpela a España desde el cariño.

Domador de exaltaciones, siendo contundente sin saña, busca siempre la medida razonable a través de una lengua frondosa que integra la chispa de este milenio y le distingue como una estupenda rareza.

«Lo último que quiere ser un escritor español es ser un escritor español», suele bromear Del Molino, sintetizando muy bien la aversión extendida entre la mayoría de escritores de su generación. Yo fui uno de ellos. Abrumado por la cutrez y el arcaísmo de lo que España difundía como paradigma de lo español, busqué en otros países una sensibilidad que me ayudara a comprenderme de otra forma. Los viajes y los años me han reconciliado con España, a la que vuelvo a leer, sobre la que vuelvo a escribir, ahora ya aliviado de muchos prejuicios que me fueron inculcados por una atmósfera rancia que en su día no supe interpretar. El conflicto con España me ha brindado el mundo pero siempre supe, porque siempre quise, volver a casa. Ahora, encontrar a Del Molino me convence de que la literatura española ha dado al fin ese paso adelante que trasciende rifirrafes, quizá porque es un autor lo bastante joven para no cargar con todos esos resquemores, beligerancias que han lastrado a otras generaciones, y porque ha sabido combinar la experiencia física del vacío con la avalancha de estímulos que alimentan a los hombres más nuevos, destacándose como un escritor del siglo XXI tan de verdad que no ha dudado en escribir sobre el enorme valor de la raíz… española.