«Postales» es la nueva serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine, repasando fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Un punto de partida para escribir con libertad y hacer periodismo que reflexiona contra el público, con honestidad y hondura.


Estábamos sentados en su taxi, la puerta de su casa, barrio pobre de San Salvador. Anochecía, y la calle se iba llenando de sombras inquietantes. Freddy me dijo que no me preocupara, que él tenía su pistola y sabía usarla. Freddy era un mara aunque ya no lo fuera.

—Yo sigo siendo pandillero. El día que me maten, los diarios no van a decir que mataron a un taxista sino a un pandillero. Entonces para qué me voy a engañar y pensar que ya no soy, si estoy manchado para siempre.

La reinserción de los exmaras es difícil: Freddy tenía su pasado tatuado en la piel.

—Cuando estás manchado no te quieren dar trabajo, te tratan mal. Si hasta hicieron una ley que pueden detener a cualquier que tenga tatuajes de pandilla, aunque no esté haciendo nada.

Pero Freddy quería guardar sus «manchas» y me decía que, incluso si pudiera, no las borraría.

—Los tatuajes son para decir que voy a estar ahí para siempre, que no voy a traicionar. Me obligan a seguir siendo yo aunque no quiera.

Freddy había entrado muy chico en la Mara Salvatrucha. Allí compró, vendió, amenazó, pegó, mató seguramente. Pasó sus años en prisión, salió, se deshizo en el crack: tiempos oscuros, en que sólo pedía y robaba para comprarse piedras. Hasta que un día, hacía tres años, lo tirotearon en un episodio que no quiso contarme. Freddy se llevó una en el tórax y estuvo días a punto de morir; entonces pensó que si Dios lo había salvado debía quererlo para algo, y que tenía que vivir otra vida.

—Dios nunca permitió que me mataran. Todos mis amigos están muertos pero yo no: para algo me ha guardado. No ha de ser algo malo, porque Dios no tiene mala onda, pero sí permite que te pasen cosas malas para que vayas aprendiendo. En momentos de enojo he llegado a blasfemar, a creer que Dios no existe, pero yo sé que sí, y que por algo me ha guardado.

Entonces Freddy pensó que quería estar ahí cuando sus hijos lo necesitaran para impedir que fueran como él. Se empleó como chofer de taxi, trató de escapar de su pasado. A veces, todavía, la policía lo paraba y, ante los tatuajes, lo amenazaba y le sacaba la recaudación. Freddy vivía en guardia:

—El peligro que tengo ahora es que los mismos homies me quieran matar, porque yo ya me abrí.

Un «homi» es un homeboy, uno de la misma banda: no hay peor astilla.

—O que me agarren por la calle los de la 18 y me maten por los tatuajes. O que la policía un día me quiera cargar cualquier historia.

Me decía, y ya era de noche y las sombras eran más que amenazas y Freddy había sacado la pistola de la guantera de su carro. Yo le dije que quizás sería mejor irnos a otro lado y él se rió. No es bueno que un tipo que ha vivido en el culto de la audacia te considere un flojo.

—No te preocupes, no hay problema.

(c) Martín Caparrós

Al día siguiente, cuando volvimos a encontrarnos, todo era más tranquilo: brillaba el sol, Freddy aceptó que le hiciera esta foto. A mí me hacía gracia —pero no se lo decía, por supuesto— la coquetería con que posaba y exhibía sus manchas. Y fue entonces cuando se me ocurrió preguntarle qué era lo mejor que había hecho en su vida y me contó la historia de una tarde en que iba en un bus con un homeboy, y uno de la 18, la mara enemiga, que no habían visto, le tiró un cuchillazo a su amigo y él pudo desviarlo con la mano:

—Me cortó pero le salvé la vida. Le salvé la vida a un hombre. Eso debe ser lo mejor que he hecho.

—¿Y cómo terminó?

—Le sacamos el cuchillo y le dimos al chamaco ése. Si se murió o no se murió no sé, nunca le pregunté.

Dijo, como quien calla. Y entonces me atreví a preguntarle qué sería lo peor.

—Lo que más lamento es algo que sólo le he contado a una persona: que violé a una chamaca. Es lo único que aún me arrepiento, todavía sigo oyendo sus gemidos, como si hubiera sido ayer. Me maldigo, sé que fui un estúpido; si esa mujer quisiera cualquier cosa para su venganza yo se la daría, ella tiene derecho. Agarrar a una mujer así no es de hombres, yo no soy digno de llamarme hombre después de haber hecho esa pendejada.

Me dijo, la voz baja, y de verdad estaba avergonzado. Después soltó una carcajada que sonó muy falsa y dijo «bueno, así es la vida».