Era un viernes de mayo de 2009 y la vida de Juan Pablo Villalobos iba a cambiar para siempre. Al final de aquella tarde, Villalobos respondía sin demasiado entusiasmo a correos electrónicos en la oficina de Barcelona en la que trabajaba, pero su mente estaba en otra cosa: hacía más de un año que había enviado el manuscrito de su primera novela, Fiesta en la Madriguera, a varias editoriales sin ninguna respuesta.

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Fruto de aquella desesperación, Villalobos tomó una drástica decisión. Imprimió su novela, la metió en un sobre y en él, además de la dirección postal de la sede de la editorial Anagrama, escribió: «Para el Premio Herralde». Bajó a la calle e introdujo el sobre en un buzón de la calle Rambla Cataluña del centro de la ciudad.

Días después, Villalobos abría una carta: «Hemos recibido su manuscrito. Lo evaluaremos. Nos podremos en contacto con usted». En una acción premonitoria y nada azarosa, colocó aquella nota protocolaria de la editorial Anagrama entre las páginas de su ejemplar de Los Detectives Salvajes del chileno Roberto Bolaño.

Aquel libro indómito, en cuyo capítulo final cuatro forajidos buscan el sentido último de la literatura en los desiertos de Sonora, tiene un valor especial para Villalobos. Lo había leído en tres días, «en una época muy mala» y con la desesperación típica de un náufrago literario. Villalobos era un aprendiz de escritor que buscaba en aquella road movie de Bolaño la respuesta a todas sus frustraciones y funcionó: «Acabé el libro deprimido y enojado, pero con una gran fe en la literatura. Los Detectives Salvajes fortaleció mi vocación de escritor».

Otro viernes, pero ya en septiembre de 2009, Villalobos acababa de recoger a su hijo Mateo en la guardería y recibió un email que lo dejó helado: «He leído tu novela Fiesta en la Madriguera. Me ha parecido excelente. Enhorabuena. Te llamaré la próxima semana. Jorge Herralde». Era el histórico y prestigioso editor de Anagrama quien se dirigía a él en aquellos elogiosos términos. «Pensé que un amigo me estaba jugando una broma muy pesada». Pero no. El mensaje era real. Unos meses después su novela Fiesta en la madriguera se editaba en ese sello con gran éxito de crítica y público.

El niño y un hipopótamo

Esta sorprendente y tierna historia había nacido unos años antes, en 2006 cuando su esposa y madre de sus dos hijos, la editora y traductora de origen brasileño Andreia Moroni, estaba embarazada. Juan Pablo Villalobos pensó en escribir un cuento para su futuro hijo a partir de una simpática idea: «un niño que quería tener un hipopótamo». Fue la semilla de Fiesta en la Madriguera, una brillante novela corta escrita en los ratos libres de su trabajo en una empresa dedicada al comercio electrónico hospitalario.

Tras publicarse el libro en mayo de 2010 y ante los vientos de grave crisis económica que se vivían ya en España, Juan Pablo y su esposa Andreia, junto a sus dos pequeños hijos, Mateo y Sofía, decidieron irse a vivir a Brasil.

Con 25 años se enfrentó cara a cara con sus lecturas de Sartre o Camus y tuvo «una gran crisis existencial». No era feliz

Al verano siguiente, en agosto 2011, la novela se tradujo al inglés con gran éxito y fue nominada al First Book Award del diario británico The Guardian. A partir de ahí, el libro emprendió su propio camino y acabó traducido a 15 idiomas. Esto permitió a Villalobos cumplir su sueño: dedicarse en exclusiva a la literatura.Y así lo hizo, ya en Brasil, escribió su segunda novela Si viviéramos en un lugar normal: una historia «corta, brutal y divertida», como la definió un crítico literario español.

El paso por Brasil no convenció y en 2014, junto a su familia, desandó el camino y volvió a Barcelona con la idea de publicar su tercer libro Te vendo un perro, una historia que, según la critica española, es «surreal» e «ingeniosa» y confirmaba el camino heterodoxo del escritor mexicano con su literatura repleta de humor y fantasía.

Más vacas que personas

Juan Pablo Villalobos nació en Guadalajara en 1973 «por un prejuicio clasemediero». Y es que por aquellos años las madres como la suya preferían parir en la capital: «Nacer en el pueblo no daba mucho prestigio». Pero toda su infancia y preadolescencia la vivió en Lagos de Moreno, un lugar que en su novela Si viviéramos en un lugar normal describe así: «Hay más vacas que personas, más charros que caballos, más curas que vacas y a la gente le gusta creer en la existencia de fantasmas, milagros, naves espaciales, santos y similares».

Es hijo de una ama de casa y gran lectora («es capaz de leer desde Tomas Mann a Paolo Coelho») y de un médico cirujano, aficionado a la filosofía e interesado en el esoterismo, una inquietud que contagió a Villalobos. Estudió en una escuela religiosa hasta la secundaria y creció en un ambiente «muy religioso, pero que no llegó a ser opresivo».

Tras una infancia feliz, «rodeado de cuatro hermanos y un sinfín de primos», entrar a la primaria lo cambió todo: «Mis compañeros me molestaban bastante y no quería ir a la escuela. Fueron años muy duros». Si esa palabra hubiera existido en aquel tiempo, lo hubieran llamado bullying. La amarga experiencia se convirtió, años más tarde, en el primer cuento de Villalobos: Salida en falso, la historia de un niño, como él, traumatizado por un acoso escolar que, en el caso del escritor, terminó en una cancha de fútbol el día que sus acosadores descubrieron que no se le daba nada mal el futbol.

Con 15 años empezó a leer de manera «errática». Todo lo que llegara a su manos: de Stephen King a García Marquez o Vargas Llosa, pasando por el existencialismo francés, por la influencia de su padre. Con esa edad se fue a vivir con su abuela materna a Guadalajara y tras cursar la preparatoria, estudió la carrera de Administración y Marketing para acabar trabajando en un laboratorio farmacéutico donde hacía estudios de opinión entre médicos. Hasta que dijo basta. Con 25 años se enfrentó cara a cara con sus lecturas de Sartre o Camus y tuvo «una gran crisis existencial». No era feliz.

A partir de ahí, el libro emprendió su propio camino y acabó traducido a 15 idiomas. Esto permitió a Villalobos cumplir su sueño: dedicarse en exclusiva a la literatura

Decidió entonces estudiar Letras en Jalapa, donde «me hice escritor». En la universidad aprendió literatura y leyó a los clásicos. Al terminar, en 2003, viajó a Barcelona para estudiar un doctorado con una tesis que, de alguna manera, trataba de rescatar del olvido a algunos autores marginados y excéntricos de la historia literaria de América Latina. Su investigación iba de escritores «poco solemnes» como el ecuatoriano Pablo Palacio, el mexicano Efrén Hernández y el chileno Juan Emá.

Quizás por su afinidad con estos literatos «poco solemnes», quizás porque le gustan mucho los escritores «raros» que hacen «una literatura humorística» —como el novelista croata Bora Ćosić y su magnífica novela corta El papel de mi familia en la revolución mundial— Juan Pablo Villalobos ya se hacía en su tesis preguntas repletas de ironía: «¿Por qué algunos autores son recordados y otros olvidados ¿Qué determina el gusto literario y la idea de lo que es “buena literatura”?».

Barcelona, ciudad refugio

Barcelona se convirtió en su ciudad refugio. La capital catalana, con su gran número de librerías y bibliotecas públicas bien dotadas, lo acabaron de formar como literato y lo hicieron en un «lector caprichoso». Aquí conoció escritores y descubrió algunas de sus grandes referencias actuales como el uruguayo Mario Levrero («me ha influido mucho») y a Kurt Vonnegut («cuando lo leí me voló la cabeza»), los dos autores que más he leído en los últimos años.

De vuelta a Barcelona y con más tiempo para escribir, Villalobos sigue sin perder su tiempo en series de televisión («están sobrevaloradas y me aburren mucho»). Sus aficiones principales son: «meterse en la cocina» (dice ser «muy bueno» en los fogones); escuchar todo tipo de programas de radio, y ver todo partidos de futbol por irrelevantes que sean e incluidos los de la soporífera liga alemana.

Además de ser un gran aficionado del futbol (su corazón pertenece al Atlas, pero es del Barça porque «con el Altas ya cubría mi cuota de sufrimiento»), a Villalobos le gusta la música. De hecho, su educación musical lleva grabada nombres como The Cure, The Smiths y Bauhaus. Y quizá fue por el influjo de Robert Smith, Morrysey o Peter Murphy que con quince años ya escribía las canciones de su grupo de rock Mentes invertidas.

Fue el primer lugar donde empezó a escribir: «mis primeras publicaciones fueron canciones que eran viles plagios». Ya se sabe que, si todo lo que no es tradición es copia, Villalobos aplicó la máxima de que copiar es el primer método de aprendizaje.


Foto de cabecera (CC Andrew Mason)