Apenas aterrizar en el aeropuerto de Mahón el taxista es quien me hace poner los pies sobre la tierra.

Mientras conduce, yo intento explicarle, sin mucho éxito, cómo llegar a mi destino. Le muestro la pantalla de mi móvil donde tengo abierto el Google Maps que marca la ruta. Él, con un ojo en la carretera y otro en mi teléfono, intenta interpretar el mapa. No lo consigue. Pone cara de signo de interrogación. Me doy cuenta que estoy siendo imprudente y le digo que mejor esperemos, que en el primer semáforo que nos detengamos lo mira con calma. «Aquí no hay semáforos», me dice. Sonrío y me siento un poco boba.

En Menorca, —me dirá después un sabio local—, existen dos expresiones mágicas: «No frissis» y «poc a poc». Aquí no hay prisa. La isla fluye a su propio ritmo. Poco a poco. Por eso cuando llegas es preciso frenar. Bajar pulsaciones. Solo así puedes acoplarte al tempo menorquín.

Cuando me llega el mail de confirmación el plan es más o menos el siguiente: recorrer la costa de Menorca en kayak de mar. Cuatro días. 90 kilómetros. Cuatro participantes (incluida yo). Dos guías. Entre cuatro y cinco horas de paleo diario. ¿Norte o Sur? Eso aún no se sabe, dependerá de las condiciones meteorológicas. «Es obligatorio saber nadar y tener un mínimo de condición física, no hace falta experiencia en kayak». La última frase del mail me alivia un poco. Antes de plantearme participar en este viaje, el kayak de mar era para mi lo que la física cuántica es para mi abuelita.

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La expedición que estamos a punto de emprender se llama MeridiesRecorreremos toda la costa sur en dirección Oeste-Este porque, según las previsiones, el clima será más favorable en esa parte de la isla. Compartiré la ruta con dos policías ingleses jubilados, una enfermera francesa y nuestros dos guías, Isa Pérez y Lucas Martínez.

Isa, Lucas y Dídac Pujol (que se quedará en tierra) son tres amigos apasionados por la naturaleza, enamorados de Menorca y aficionados al kayak de mar. De ahí nace Karetta Expeditions, un proyecto que organiza rutas guiadas por el litoral de Menorca para mostrar la isla de otra manera.

La tarde está despejada. Lucas, desde su kayak, nos adelanta el plan: «A lo largo de estos cuatro días veremos paisajes espectaculares: desde playas de arena blanca-azul turquesa a pequeñas calas vírgenes, acantilados muy verticales de piedra caliza y muchísimas cuevas».

Deslizamos nuestras ligeras embarcaciones por la costa y vemos como comienzan a alzarse algunos acantilados. Ahora sólo se escucha el vaivén de las olas. Comienzo a marearme.

Llegamos a Cala Son Saura, donde comemos y hacemos un ligero descanso. Esta playa es conocida por la gran cantidad de posidonia oceánica que acumula en su orilla. Isa me cuenta que esta planta marina «molesta» al turista porque humedece las playas y desprende un olor desagradable. Pero, paradojas de la vida, su existencia es indispensable para el ecosistema de la isla: limpia y oxigena el agua.

El mar está en calma. Nos adentramos a una de las zonas «estrella» de Menorca. Son algunas de las playas más populares y espectaculares del sur por sus fondos de agua azul turquesa; sus pinos que llegan hasta el mar y sus acantilados de piedra blanca. Son cala en Turqueta, Macarelleta, Macarella, Galdana. «El caribe mediterráneo», me dice Lucas. Playas que mantienen su encanto pese a la masificación del verano.

Desde este lado del mar todo se ve distinto. De lejos, veo a la gente toda juntita que intenta abrirse espacio en escasos metros cuadrados de arena. El kayak, en cambio, me hace sentir que el mar es sólo para nosotros. Que no hay que compartirlo con nadie.

Montamos el primer campamento en Cala Mitjana. Aquí pasamos la noche. Es una playita rodeada de grandes rocas y un bosque de pinos. Atardece. No hay señal de móvil.

Poco a poco la cala comienza a vaciarse, pero al final no nos quedamos solos. Un grupo de unos veinte adolescentes de juerga no nos dejarán dormir esta noche.

Si uno quiere entender Menorca tiene que trazar una línea imaginaria justo en el medio del mapa. De un lado queda el norte y del otro el sur. Geológicamente, en el norte están las rocas más antiguas de todo Baleares. Y su paisaje, dominado por los grandes acantilados y los colores ocres, es más salvaje y aislado. El sur, en cambio, representa la cara más joven y fotogénica. La de las calas vírgenes de arena blanca y de llamativos tonos verdeazulados.

Nosotros avanzamos por ese sur de postal. Llegamos a Cala Trebalúger donde nos encontramos una playa de unos cien metros de ancho rodeada de un espeso bosque de pino mediterráneo, omnipresente en casi toda la costa. Antes de comer, navegamos el kilómetro de torrente de agua dulce que desemboca en esta cala: el barranco de Trebalúger.

Seguimos en marcha. Sopla tramuntana. Por eso la ruta hoy será más corta. Para minimizar el golpe del viento, navegamos bordeando los acantilados, que serán nuestro refugio. De pronto, se abre ante nuestro ojos la playa de Sant Tomàs, que nos regala una imagen poco estimulante: una urbanización turística con hoteles y chalets que contrasta con el paisaje virgen que hemos visto hasta el momento.

Llegamos a Binigaus. A esta hora de la tarde aún hay mucha gente en la playa. Cuando nos acercamos a la orilla todos nos miran como si fuéramos extraterrestres. Aparcamos los kayaks y nos relajamos. Después, tomamos un estrecho sendero que nos lleva a la espectacular Cova des Coloms. Caminamos unos dos kilómetros. La luz comienza a debilitarse y el sol adquiere tonalidades rojas, intensas. Después desaparece.

«Adentrarte a una cueva es como acercarte al corazón de la isla», nos dice Lucas como preámbulo de la etapa que estamos por iniciar. Hoy es el día de las cuevas. Palearemos por la zona con los acantilados más altos del sur y con mayor concentración de cuevas.

Frente a nosotros se imponen grandes rocas que parecen nidos de avispas. Mientras navegamos, Isa me explica que la roca caliza que tanto caracteriza al sur de Menorca es perforada por la erosión del agua de la lluvia; después, esos agujeros se convierten en cuevas gracias al incesante trabajo del viento y el mar.

Recovecos hiperestrechos a los que solo el kayak nos permite acceder. En ninguna otra embarcación podríamos hacerlo. La cueva que más me impresiona por su profundidad (unos 400 metros), no tiene nombre oficial. Se le conoce como «Encantada» o del «Dragón». Conforme avanzamos hacia su interior el pulso se me acelera. Fade a negro. Enciendo la linterna frontal. Dejo la pala sobre el kayak y me impulso con las manos. Hace calor y huele raro. «Es posidonia oceánica fermentando», explica Lucas. Sólo se escucha la reverberación del golpeteo del agua contra el kayak. Aunque de pronto surgen sonidos secos, aislados. Es como escuchar la respiración de la isla.

Nos detenemos en Calescoves a comer. Un enclave recóndito, famoso por haber sido en tiempos remotos una necrópolis, después un refugio para navegantes y contrabandistas. La cala de Binidalí es nuestro refugio en la última noche de expedición. Seguimos sin señal de teléfono. La brillante luz de la luna y un cielo colmado de estrellas nos envuelve.

Emprendemos nuestros últimos kilómetros de paleo por la costa de Menorca. Lucas me cuenta que el kayak de mar es una disciplina relativamente joven en España. Lo que sí tiene años, me aclara, es la práctica del kayak de recreo, que usa un tipo de embarcación autovaciable que permite pasear sólo por algunas horas. El kayak de mar se hace con una embarcación cerrada, estanca, y está orientado a la exploración y a largas distancias.

Esta etapa no pierde belleza y colorido, pero ya no vemos acantilados ni cuevas. Al paisaje se une el incesante tráfico de aviones con destino al aeropuerto de Mahón, que está muy cerca de nuestra ubicación.

Urbanizaciones se extienden por buena parte de este último tramo de costa. Vemos de lejos la playa de arena blanca y palmeras de Binisafúller; después nos topamos con un regalo: S’Olla, una plataforma rocosa que forma piscinas naturales donde hay un espectacular banco de peces. Más adelante está Binibèquer Vell, una reproducción de lo que sería un pueblo de pescadores árabe mediterráneo. Casitas de un blanco increíble y callejones estrechísimos.

La parte final de nuestra travesía se me hace cuesta arriba. Hay un poco de viento y el mar está ligeramente movido. Eso nos obliga a palear con más fuerza de la habitual en estos días. Cuando por fin llegamos a Alcalfar respiro aliviada. En esta cala, protegida por unos islotes y una torre de defensa, acaban los cuatro días de expedición. Cuando llegamos a la orilla, nos felicitamos. Orgullosos, chocamos las manos. Con nuestras caras más morenas, que acumulan la sal de cuatro días, sonreímos.


Con la colaboración de

Fotografías de Paty Godoy