En el último año, tres casos han despertado la atención del periodismo que se hace en la región norte de Centromérica. Tres casos en los que periodistas reconocidos y representando a grandes medios violaron los acuerdos de confidencialidad, manipularon la información para volverla más atractiva o simplemente mintieron para conseguir beneficios. Todos pusieron en riesgo a otras personas.

Hablo, en primer lugar, del caso de Michele Crameri, reconocido fotógrafo italosuizo que llegó a San Pedro Sula  buscando hacer un fotorreportaje sobre la vida de los sicarios. Pero, a falta de sicarios, usó a su mismo fixer para que posara en una serie de fotografías en su trabajo titulado Sicario. A job like any other. (Warning graphic content) publicado en 2016.

La farsa fue desvelada por varios fotoperiodistas que han trabajado en Honduras cubriendo violencia y pandillas. Ellos se tomaron la tarea de investigar el trabajo de Crameri y encontraron serias incongruencias. Entre ellas, que el supuesto vehículo de los sicarios era el mismo taxi que el fotógrafo contrató para moverse en la ciudad, o que una de la personas fotografiada mientras era agredida por un supuesto sicario resultó ser el mismo fixer de Crameri, a quien este le pidió explícitamente que posara. En fin, que aquello se trataba de montajes. Además estaba el testimonio del mismo fixer, quien aseguró haber posado en muchas de las fotos a petición del fotógrafo. En este artículo se detalla con más precisión.

El segundo caso es el de Javier Arcenillas, quien entró a una prisión en San Francisco Gotera, en el oriente salvadoreño, a tomar fotografías de expandilleros, hombres retirados de las pandillas mediante su participación en iglesias evangélicas, para presentarlas luego como fotos de miembros activos de las pandillas. Tituló su trabajo Assassins of the Maras 18 and Salvatrucha, y con él fue ganador del premio POYI otorgado por la Universidad de Missouri. Varios periodistas y fotorreporteros salvadoreños o radicados en El Salvador se reunieron y enviaron cartas al jurado del premio argumentando que Arcenillas manipulaba la información con conocimiento de causa; en principio no recibieron respuesta, y solo más tarde el director del jurado añadió a la entrada una tibia nota en la que, aún reconociendo parcialmente las alegaciones, mantenía el galardón . 

El fotógrafo Stephen Ferry hizo una investigación en la que amplía estos hechos.  

Por último, está el caso de Azam Ahmed y Tylor Hicks, de The New York Times, quienes hicieron un reportaje en una de las colonias del sector Rivera Hernández, en la ciudad de San Pedro Sula, uno de los barrios más violentos de Honduras. En esa pieza, titulada ‘Either They Kill Us or We Kill Them’. Inside Gang Territory in Honduras se contaba la historia de un grupo de muchachos que decidieron hacer frente a la invasión de la pandilla más peligrosa de la región, la Mara Salvatrucha 13. Los chicos se enfrentaron a balazos durante alrededor de un año con la enorme pandilla.

En el reportaje, Ahmed y Hicks publicaron fotos con sus rostros, los rostros de sus colaboradores, los de sus hijas e hijos, la fachada de sus casas, las placas de sus vehículos y, por si quedaba duda de dónde hallarles, publicaron un mapa del lugar. Todo sin el consentimiento de las fuentes y a pesar de reiteradas peticiones de que no publicasen esa información. Este último caso lo saqué a la luz en una columna en un medio local y fue luego retomado por la Columbia Review of Journalism en su artículo «When showing credibility imperils a story’s subject». 

Mis fuentes en el barrio, varias de las cuales fueron las mismas del artículo de The New York Times, acusan a este medio de haberles puesto en la mira, más aún de lo que ya estaban, de la Mara Salvatrucha 13. Parece ser cierto. Mientras escribo este texto me notifican que acaban de asesinar a Bryan, uno de los últimos que quedaban del grupo. Según mis fuentes del barrio, y de acuerdo con lo que yo mismo he podido documentar durante mi trabajo de campo en ese lugar, la violencia de la MS13 hacia la comunidad se ha agudizado. Al menos cinco de las fuentes de The New York Times han tenido que huir de la comunidad. Estas fuentes insisten en no haberle dado consentimiento a Hammed y Hicks para publicar ni sus rostros ni el de sus hijos.

Estos casos generaron algún revuelo en la comunidad periodística, los artículos tuvieron muchas visitas y Twitter se llenó de alusiones donde otros periodistas se indignaban.

Pero, usando una alegoría trillada y facilona, estos tres casos son apenas la punta del iceberg que insinúa un enorme bloque de hielo repleto de periodistas fríos, poco honestos o directamente deshonestos con esa profesión que García Márquez llamó «el oficio más hermoso del mundo».

El oficio de fixerear

La primera vez que fui fixer no sabía que lo era, no gané un dólar y casi pierdo la vida.

Era marzo de 2009. Esa semana fueron las elecciones presidenciales, y fue la primera vez que el FMLN, la antigua guerrilla, llegaba al ejecutivo. Cientos de periodistas llegaron para documentar lo que todos suponíamos sería un momento histórico. Lo fue. La fiesta fue masiva en la capital salvadoreña después del triunfo de Mauricio Funes, el experiodista que se volvió político. En ese momento nadie sabía que el presidente Funes extraería del Estado alrededor de 300 millones de dólares en los 5 años de su mandato. En ese momento nadie sabía que sus planes de desfalco estaban fraguados desde antes de ganar, desde antes de esa fiesta masiva. En ese momento era nada más eso: el momento histórico en que la izquierda salvadoreña, después de una década de balazos y casi dos de elecciones democráticas, llegaba al poder. Entre los cientos de periodistas llegó un equipo de Televisión Española liderados por el corresponsal Luis Pérez.

Los españoles filmaron las elecciones, hicieron algunas entrevistas con funcionarios, analistas, políticos, gente de a pie. Hicieron tomas en esa gran celebración que hoy nos duele admitir, pero, ya que estaban en El Salvador, decidieron grabar lo infaltable por estas tierras: las pandillas.

Yo era un estudiante de antropología de 22 años. Hacía prácticas etnográficas en una comunidad gobernada por la pandilla de origen californiano Barrio 18, con cuyos miembros había hecho buenas relaciones. A fuerza de cigarros, partidos de futbol y larguísimas pláticas me había ganado cierto grado de confianza. Así que los españoles me buscaron y me pidieron si podía llevarles al barrio a conocer a los jóvenes pandilleros que volvían tan célebre, a fuerza de sangre, esta región norte de Centroamérica.

Hablé con los muchachos y aceptaron. En la tarde de ese día entré al barrio con cuatro españoles que miraban todo con ojos de safari. Ellos, tan… tan europeos, con sus cámaras apuntando a los tatuajes y sus preguntas infantiles: «¿Y tú, te has cargado (matado) a muchos?». «Cuéntale a la cámara cómo matas.» Y ellos, tan… tan pandilleros de barrio, tan centroamericanos, se quitaban las camisas y enseñaban orgullosos sus tatuajes y sus cicatrices de batallas superadas con vida. Algunos estaban tan flacos que los demonios, las telarañas y los números de tinta hacían sobre sus costillas lo que las líneas amarillas en una calle con túmulos.

La primera vez que fui fixer no sabía que lo era, no gané un dólar y casi pierdo la vida.

A los españoles solo les faltó pedirles que declamaran poemas y a los pandilleros poco les faltó para declamarlos… O más bien para capturar a alguien para matarle frente a los extranjeros.

La única restricción que los pandilleros establecieron fue que esas tomas no salieran en El Salvador. ¡El único y exclusivo acuerdo para dejarles entrar y dejarles grabar fue que esas tomas no salieran en El Salvador!

Después de esa tarde volví por tercera vez a recordarles el acuerdo a los españoles. El más viejo del equipo, un poco hastiado por mi insistencia, me dijo que no me preocupara, me llamó «chaval», me dio dos palmadas fuertes en la espalda y luego me ofreció comprarme una cerveza. Se fueron.

Dos meses después, el noticiero salvadoreño con mayor rating en el país estaba sacando esas mismas tomas como parte de un especial sobre la muerte del periodista francoespañol Cristian Poveda, asesinado un año atrás por la pandilla Barrio 18. El reportaje era malísimo y las tomas en realidad eran de relleno; así, cuando el narrador hablaba de las pandillas, salían estos muchachos escuálidos y paliduchos mostrando sus tatuajes. El programa se llama, aún existe para malaventura de los salvadoreños, 4 Visión. Es una aberración amarillista que desde los noventa se ha convertido en un referente para mis compatriotas. Resulta que los españoles les habían vendido las imágenes y la suerte estaba echada.

Lo supe después, pero mientras yo trataba desesperadamente de comunicarme con unos españoles que jamás atendieron mi llamada, unos muchachos, los mismos con los que yo había compartido soda y cigarros y chistes rojos, estaban planeando asesinarme. Les había incumplido el trato y la palabra dada.

Una hora después del programa me llegó la primera llamada. Eran los pandilleros. Ni rastro de los muchachos alegres que yo conocía. En sus voces se intuían tumbas. Querían verme. Tomé, resignado, las llaves de Samantha, mi motocicleta china, pero estaba lloviendo, así que esperé. Entonces me llegó otra llamada. Era una muchacha del barrio que me dijo que no fuera, que los pandilleros se habían reunido, que estaban muy enojados, que habían abierto un hoyo en la barranca trasera de la comunidad, vaya, que me meterían en ese hoyo. Quiero pensar que primero habrían tenido la deferencia de matarme. Jamás lo sabré. No volví a entrar a ese barrio en mi vida.

De los españoles no volví a saber más. Jamás se comunicaron conmigo ni pidieron disculpas. Tres años después me enteré de que el presentador se había ganado un premio de periodismo internacional por sus reportajes. Espero que a sus otros fixers les haya ido mejor que a mí.

Así conocí este oficio, y el oficio se volvió verbo: fixerear.

Después de esos españoles llegaron más, otros, muchos más. Algunos periodistas e investigadores jóvenes empezamos a ayudarles en sus reporteos y a emplearnos como fixer, trabajando para reporteros de los grandes medios europeos y estadounidenses que se acercaban a estas tierras en busca de su cuota de sangre, a cubrir casi exclusivamente dos asuntos: la violencia de pandillas y la migración. La mayoría vienen una semana y se van. Son raros los que se quedan más de diez días.

Mientras yo trataba desesperadamente de comunicarme con unos españoles que jamás atendieron mi llamada, unos muchachos, los mismos con los que yo había compartido soda y cigarros y chistes rojos, estaban planeando asesinarme. Les había incumplido el trato y la palabra dada.

Los acuerdos habituales entre periodistas y sus fixers locales son sencillos, no toman mucho tiempo, así que después de algunos intercambios de información el fixer recibe un correo detallado con los intereses de los periodistas.

Acá les entrecomillo, a modo de ejemplo literal, sus correos:

«Necesitamos…

—Pandilleros, de ser posible con tatuajes visibles (de preferencia en el rostro).

—Ir a un operativo donde la policía persiga a pandilleros.

—Escenas de homicidios.

—Víctimas de las pandillas (migración interna) de ser posible grupos familiares con mujeres y niñas.»

Todo oficio se aprende haciéndolo y el de fixer significa: rellenar con citas para entrevista, operativos policiales, visitas a la morgue, viajes nocturnos con Cruz Roja en busca de heridos y cadáveres.

Los viejos fixers, los que acompañaron y guiaron a los periodistas internacionales que vinieron a cubrir el conflicto político-militar en los años ochenta del siglo pasado, siempre recomiendan no saturar los días, ya que luego, al final, te quedarás sin nada que ofrecerles. Así trabajan estos periodistas internacionales: un día hablarán con dos pandilleros, uno por la mañana y otro por la tarde; al siguiente día irán a un operativo policial pactado; en la siguiente jornada hablarán con víctimas de la violencia, y así hasta llenar los días de safari periodístico en el convulso norte centroamericano.

Con el tiempo y como en todo oficio, en este también uno aprende las mañas y los vicios de la prensa internacional y sus reporteros. La polémica lucha por proteger los rostros de las fuentes de estos casos es una constante matriz de problemas. Los periodistas quieren grabar el rostro de las personas mientras cuentan sus tragedias. Dicen: «Eso le da más fuerza y más identidad a las historias». Las fuentes, que saben lo que podría suceder si se les reconoce, insisten en que eso no es posible. Si a sus historias se les pone cara, sus vidas corren peligro. Entonces sucede siempre. Los periodistas «aseguran» que esas imágenes solo se verán en Dinamarca, Estados Unidos, España o de donde sea que vengan. Este compromiso, de sentido común, es siempre una mentira. Doy fe.

El arte de fixerear consiste también en no pasarte de la línea de ese sentido común y actuar con ética: tu obligación es proteger a toda costa a tus fuentes locales de las voraces cámaras de tus clientes. Si no lo haces, las tragedias ocurren y ocurren siempre del lado de las fuentes.

Pero hay otras cosas, otros artes y ardides sutiles. Si llevas a tus clientes a una comunidad siempre debes hacer énfasis en lo peligrosa y de difícil acceso que esta es. Seguro lo es, pero en sus mentes es importante que piensen que están entrando en territorio de guerra, un «territorio comanche». El fixer, como los guías de cacería de la vieja África, debe acariciar la necesidad del cliente de sentirse todo un explorador.

He visto cosas que ustedes no creerían: algunos se calzan cascos y chalecos antibalas con la leyenda «PRENSA» escrita en letras mayúsculas y en blanco. La mayor putada, eso sí, es cuando, en medio de todo un ambiente de peligro y misterio, y mientras vas narrando las cosas terribles que han ocurrido en ese lugar, y mientras ellos enfocan cada pedazo de pared con graffiti o cada agujero de bala, aparece otro fixer, tan campante y feliz, con su propio grupo de reporteros internacionales, haciendo exactamente las mismas tomas que los tuyos, pero sin protección. ¡Mierda! La magia se ha roto.

En una ocasión me pasó. Mis clientes se miraban recelosos, como niños que se niegan a compartir sus juguetes con otros niños extraños. El otro fixer, amigo mío, se me acercó, me ofreció cigarros y, mientras miraba para el otro lado, me dijo entre dientes:

—Nombre, loco, coordinémonos, coordinémonos…

Los periodistas «aseguran» que esas imágenes solo se verán en Dinamarca, Estados Unidos, España o de donde sea que vengan. Este compromiso, de sentido común, es siempre una mentira. Doy fe.

Ser fixer es un trabajo de tiempo completo. Los clientes-periodistas internacionales no solo piden pandilleros, violencia y sangre. Cuando llega la noche quieren salir, ir al teatro, tomar cerveza, conocer un restaurante de comida tropical o un buen prostíbulo. El fin de semana quieren salir del cansancio de la violencia urbana y conocer las playas de surf salvadoreñas, las islas paradisíacas de Honduras; que te emborraches con ellos y que les entretengas, como un bufón en la corte real; que consigas amigas o amigos; algo para fumar o esnifar; que les cuentes buenas historias. 

Los fixers centroamericanos hemos desarrollado un séptimo sentido que nos permite medir a nuestros «clientes» —a quienes secretamente llamamos cheles, literalmente «blancos» en argot salvadoreño—. En general, «clientes» hay de varios tipos. Algunos son periodistas mayores con mucho mundo y les interesa la historia, los museos, los sitios arqueológicos y la cultura. A mí estos siempre se me dieron bien, ya que soy antropólogo y fui profesor universitario desde joven, así que les montaba sendas exposiciones y largas charlas históricas sobre la conquista de Centroamérica y su pasado agrario y violento. Otros son más jóvenes y la historia, los museos y el jodido pasado agrario les importan, como mucho, una mierda. Solo buscan aventuras, adrenalina, drogas fuertes, bares, tiros, sangre, sexo. Estos se me dieron mejor…

De este segundo grupo hay un inglés que se ha vuelto celebre en las pláticas entre los fixers. Resulta que en el transcurso de una entrevista con un miembro de la Mara Salvatrucha 13 se pasó de copas. No hizo ninguna pregunta. No esperó ninguna respuesta. No paró de hablar él: de música, de su juventud como punk, de sus drogas y de peleas callejeras que tuvo cuando mozo. Después de varias horas tomando cerveza en un bar le dije que debíamos irnos. Me mandó al carajo. Se fue con mi fuente a buscar prostíbulos y cocaína. Encontró mucho de ambos, y al cabo de casi 20 horas de lujuriosos excesos, el mismo pandillero tuvo que encerrarlo, de forma violenta a empellones e insultos, en el cuarto del hotel mientras aquel inglés babeaba y balbuceaba palabras en un idioma que no era inglés y que, por supuesto, no era español. Luego me enteré de que escribió un largo reportaje sobre las interioridades de la pandillas de El Salvador.

La llegada de estos periodistas a nuestras tierras no solo deja buenas historias, surrealistas algunas, y más de un par de sinsabores y tristezas. También deja mucho dinero. Para nosotros, periodistas e investigadores jóvenes, los «clientes» son maná caído del cielo… o de Estados Unidos o Europa. Las tarifas normales están entre 150 y 400 dólares por un día de trabajo. Si tenés suerte, o mucha cara dura, puedes subir hasta 600 dólares. ¿Un ejemplo? En el año 2012 gané, en solo una semana de fixereo, lo mismo que en seis meses como profesor universitario.

Muchos de nosotros hemos podido financiar nuestros proyectos personales gracias a la llegada de algún equipo de prensa internacional. De hecho, el trabajo de campo y el tiempo de escritura de los dos últimos libros que escribí fueron posibles gracias al dinero que gané como fixer. Es como un paréntesis en tus proyectos profesionales. Trabajas diez días como fixer y luego, con el abundante dinero ganado, te podés dedicar a investigar tu asunto durante meses. Otros días de fixereo y otros tres meses de escritura.

Algunos son periodistas mayores con mucho mundo y les interesa la historia (…). Otros son más jóvenes y la historia, los museos y el jodido pasado agrario les importan, como mucho, una mierda. Solo buscan aventuras, adrenalina, drogas fuertes, bares, tiros, sangre, sexo. O sea, periodismo internacional.

A partir de ahora, querido lector europeo, cuando veas un reportaje express, rápido y amarillista en los grandes medios comerciales internacionales, no cambies de canal o saltes la web. Pensá que estás financiando proyectos de investigación profunda de autores o periodistas del tercer mundo. No solo financiarás proyectos y libros; un amigo fotoperiodista local, uno de los mejores, por cierto, pagó su boda con 15 días de fixereo. Una boda con todas las de ley, en un gran hotel a la orilla de una hermosa piscina, con más de cien invitados, barra abierta, comida de lujo y hasta un par de días de luna de miel. Otro periodista pudo, gracias a varios trabajos como fixer, independizarse y dejar de vivir en la misma redacción donde trabajaba y alquilar una casa donde bien podría vivir una familia numerosa, aunque él ni siquiera tiene pareja. Una casa con estudio para trabajar entre semana, un patio donde se hacen asados los domingos y un pequeño salón con barra para fiestas que se hacen… Bueno, las fiestas se hacen todos los días.

Otros han podido renovar los lentes de su cámara, comprar carros o motos para reportear. Algunos han pagado viajes de investigación fuera del país. En fin. Que nunca nos falten los cheles.

En otras ocasiones, las ganancias llegan de otras formas: hay fixers y «clientes» que terminan compartiendo cama. Esto sucede en más ocasiones de las que ambos estamentos quisiéramos admitir pero, en aras de mantener la paz mundial, ese asunto lo dejaré hasta acá. Un buen fixer no habla de estas cosas.

El lado oscuro de la prensa internacional

El pasado mes de febrero de 2019, un equipo conformado por periodistas peruanos que decían representar a la cadena Al Jazeera llegó al Barrio Rivera Hernández de San Pedro Sula. El mismo barrio miserable y violento sobre el que Azam Hammed y Tylor Hicks publicaron el reportaje que terminó poniendo gravemente en riesgo la vida de varias personas de la comunidad. ¿Cómo es el barrio? Algo así como el salvaje Oeste centroamericano, diseñado con sangre por un Quentin Tarantino en sus días más oscuros. Un lugar triste.

Ahí, este equipo grabó a hurtadillas cómo los pandilleros se llevaban por la fuerza a un hombre para matarle. El guía local les suplicó que por favor no fueran a hacer públicas esas imágenes, ya que sería evidente que fueron grabadas por ellos. El fixer les explicó que, si las publicaban, la pandilla lo mataría. Entonces dijeron lo de siempre, que esas imágenes jamás saldrían a la luz, que no se verían, que las grababan por, qué se yo, curiosidad quizá. Dijeron lo que siempre dicen, lo que los fixers llamamos «la promesa del chele».

Como ustedes se imaginarán, las imágenes sí formaron parte del reportaje. Luego, lo lógico: la vida del guía local estuvo en serio peligro. Él llamó muchísimas veces al medio, pero le dijeron que no podían hacer nada, que ya estaban en Internet. No fue sino mediante la intervención de la antropóloga estadounidense Amelia Frank Vitale, quien ha pasado los últimos años trabajando en barrios hondureños, que la cadena optó por retirar el contenido. 

Es solo una de esas muchas historias de fixer en esta parte del mundo. ¿Otra? Hace unos seis años, meses más meses menos, una periodista sueca (de quien omitiré el nombre para proteger al fixer y a otras fuentes, no a ella) llegó a este mismo barrio, el Rivera Hernández. Los fixers sanpedranos, a los que conozco bien y con los que he convivido en mis años de trabajo en esta tierra, siempre llevan a sus «clientes» a este barrio. Todos saben que ahí encontrarán lo que buscan los periodistas: muertos, tiros, pandilleros y una inmensa pobreza.

¿Qué otra cosa podrían buscar los medios internacionales por estos lares? El fixer y aquella «cliente» dieron el tour básico. Fueron a las fronteras del barrio en donde las pandillas se pelean el territorio; fueron también hasta el borde, donde termina la comunidad, para comprobar si los pandilleros habían dejado algún cuerpo aquel día. Fueron a ver los cuerpos que quedan después de las noches de locura violenta de las pandillas rivereñas.

La «cliente» europea no quedó conforme con ello y quería más: pidió a su fixer ver acción. No le bastaba con los cuerpos hinchados, agujereados por los tiros o surcados por la hoja del machete. Quería acción, algo dinámico.

El fixer la llevó a la guarida de unos pandilleros. Hablaron con el jefe.  Este, sabedor de lo que siempre buscan los cheles, mandó sacar a un muchacho muy golpeado, amarrado con cinta de embalar y sangrando. El jefe preguntó a sus pandilleros a quién le correspondía el turno de matar; era para una pandillera. La mujer llegó, pidió una motosierra. En ese momento, la «cliente», la periodista internacional que quería sangre y acción, pidió irse. Dijo que no quería ver eso. Ya era muy tarde. Aquel día, el fixer y la «cliente» presenciaron lo que sucede cuando el metal conoce a la carne. Espero que la nota, el vídeo o lo que mierdas haya publicado tenga el color y la velocidad suficiente que la periodista esperaba.

Carpinteros de estos marcos

Los periodistas internacionales que vienen a visitarnos son algo más que un atajo de irresponsables, oportunistas, desalmados sin escrúpulos e interesados. También hay casos maravillosos: gente como Alma Guillermoprieto —cuyo trabajo ayudó a descubrir la masacre de El Mozote en el Salvador—; o Francisco Goldman, que escribió el imprescindible libro sobre el crimen de Monseñor Gerardi en Guatemala y las terribles redes de militares implicados. Es envidiable el trabajo de muchos años del vasco salvadoreño Roberto Valencia, que nos permite entender las pandillas centroamericanas. O las poderosas fotos de Edu Ponces en sus meses viajando con migrantes centroamericanos rumbo a los Estados Unidos. La lista es larguísima y me gustaría creer que esta lista, la de periodistas valientes y serios, es más larga que la anterior. Yo, por lo que he visto, creo que no es así.

El periodismo, esa herramienta necesaria, ese oficio que, bien empleado, puede hacer huir presidentes, caer mafias trasnacionales, desvelar treguas entre gobiernos y grupos criminales, poner en jaque a los corruptos, está siendo más usado para entretener que para informar. Es una forma en la que los lectoespectadores del primer mundo pueden pasar un buen rato viendo el salvajismo y la violencia del tercero.

La «cliente» europea no quedó conforme con ello y quería más: pidió a su fixer ver acción. No le bastaba con los cuerpos hinchados, agujereados por los tiros o surcados por la hoja del machete. Quería acción, algo dinámico.

Este artículo no pretende ser una crítica al periodismo internacional, ni tampoco una guía ética de ningún tipo de comportamiento. Parte de una sencilla premisa: los reportajes internacionales son las ventanas con las cuales el resto del mundo comprende, o lo intenta, nuestra región: nuestros problemas, nuestra vida y a nosotros mismos.

Este texto solo pretende contarles, a ustedes, lectores, televidentes, lectoespectadores, consumidores de información internacional, cómo se construyen los marcos de esas ventanas. Esos marcos cuyos artesanos somos también nosotros, los fixers. Y también ustedes. Todos somos carpinteros.

 


Imagen de cabecera: CC Scott Robinson